Todo ser humano, por miserable que sea su condición, tiene una esperanza,
pequeña o grande, noble o innoble, inalcanzable o próxima, pero esperanza al fin. Una
parte de su ser vive en y de esa esperanza, se alimenta de ella y en ella.
Hay días en que esa esperanza amanece reducida al mínimo, misérrima,
espantosamente misérrima. Sus posibilidades de realizarse se han alejado o destruido y el ser humano piensa y siente que más valdría que esa esperanza muriese y con ella aquella
parte de su ser que vive de ella y en ella, que se alimenta en ella y de ella y que en esos momentos ni se alimenta ni vive, pues está miserable, tan miserable como la esperanza
misma.
Pero el hombre tiene, además, otra esperanza: la de que han de venir días mejores
para la suya. La deja, entonces, así, pequeña, entumecida, raquítica, y espera; rechazarla
sería rechazarse a sí mismo, matarla equivaldría matar lo que él más estima en sí mismo.
Hay veces en que el ser humano espera vanamente: su esperanza muere en él, tan
marchita como él. Otras veces, en cambio, en aquella raíz casi podrida hay un rebrote, un
rebrote que puede morir al poco tiempo o que puede traer otros y otros, fuertes y erguidos,
apretados de savia, casi agresivos de vitalidad. El ser humano se siente entonces como
debe sentirse un rosal en septiembre: pleno, próximo a estallar, incapaz de resistir la ola
de vida que asciende y circula por sus venas. La esperanza está próxima a convertirse en
realidad.
Se ha esperado mucho tiempo, han transcurrido muchos días, terribles y amargos
días, días de silencio, días en que se prefería no recordar que se tenía una esperanza, días
de rencor contra aquello que impedía su desarrollo, días de desprecio para lo que
pudiendo vigorizarla, no la vigorizaba. Días de desprecio, en fin, para sí mismo. ¿Cómo se
pudo poner una esperanza en manos tan inhábiles, entregarla a dedos tan torpes, a fuerzas
tan inútiles?
Todo aquello, sin embargo, no fue en vano: aquí está la esperanza, rebrotando con
una fuerza que produce miedo, con una fuerza que está casi más allá de nuestra capacidad
de soportarla. Es triste, claro está, muy triste que una esperanza se nutra de hombres
muertos, de ciudades rendidas o destrozadas, de incendios, de sangre y de exterminio, pero
no siempre le es dado al hombre elegir la materia con que se nutrirá su esperanza.
Babel. Revista de Arte y Crítica. Santiago de Chile, Año IX, Vol. XI, N° 46, Julio – Agosto, 1948, pp. 201 – 202.
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